Hay para quienes el simple hecho de pensar o soñar con una persona diferente a la pareja ya representa una infidelidad, así como también quienes no dan ese nombre a una situación hasta que no existe de por medio una relación sexual activa. Hay quienes creen que el hombre es infiel por naturaleza y en mayor grado, y la mujer por enamoramiento, en contadas circunstancias. Hay quienes disculpan una infidelidad masculina y hasta aplauden el hecho, y quienes condenan enérgicamente una infidelidad femenina, incluso con mayor dureza entre las propias mujeres.
ELIZABETH GARZA / Psicóloga Gestalt
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Los tiempos, costumbres y adelantos tecnológicos han cambiado sustancialmente, tanto el concepto como los porcentajes de participación en la práctica de la infidelidad, entendida como la ruptura consciente de un acuerdo afectivo o sexual preestablecido para cualquier tipo de relación elegida.
Resulta interesante revisar cómo, a lo largo del último lustro, las investigaciones de diversas y prestigiadas asociaciones han arrojado un incremento del 48% en la práctica de la infidelidad femenina, pasando del 29% en 2015 al 77% en el 2020.
Pero… ¿cuáles son los factores que detonan una infidelidad en nosotras como mujeres? En la práctica clínica, los consultorios para terapia de pareja son testigos de confesiones directas donde lo que prevalece como motivo en la emocionalidad femenina es la falta de atención por parte de la pareja. Dejar de sentirse vista, escuchada y comprendida por el otro. Encontrar en alguien más la palabra dulce, el halago seductor y el esmero y cuidado añorados.
Esther Perel, psicoterapeuta y escritora belga, notable por explorar la tensión entre la necesidad de seguridad (amor, pertenencia y cercanía) y la necesidad de libertad (deseo erótico, aventura y distancia) en las relaciones humanas, ha dicho con certera elocuencia: Nunca en la historia de la humanidad ha sido tan fácil ser infiel, y nunca ha sido más difícil ocultarlo. Y esto viene al caso, porque ligado al movimiento feminista, se ha enarbolado no sólo la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, sino también el argumento de reclamar la autonomía en decisiones relacionadas con nuestro cuerpo e identidad.
Lo anterior se traduce en romper con asuntos tan enraizados como la tolerancia a la infidelidad masculina y la condena o descalificación (por decir lo menos) hacia la infidelidad femenina. Y es entonces que la lucha ideológica de la mujer pugna también por esa equidad en términos del erotismo, el deseo y el instinto tan propios hasta ese momento, del varón.
Actualmente, las mujeres somos infieles en la mayoría de los casos por enamoramiento. Involucramos el corazón y/o el sentido de pertenencia (no como el de posesión, sino como el de ser para alguien), aunque es cierto que también somos infieles por el placer de una nueva relación que trasgreda la rutina que automatiza nuestros sentidos, por conectarnos a la vida a través de la adrenalina de lo prohibido y lo oculto… Somos infieles también por ese instinto erótico que era reservado como exclusivo del varón, y para muestra un botón: el noveno mandamiento señalaba: “No desearás a la mujer de tu prójimo”… ¡como si el deseo carnal fuera una característica exclusiva del hombre y las mujeres no tuviéramos acceso a ese impulso sexual! Hoy se lee en el mismo mandamiento: “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”.
En resumen, las mujeres tenemos las mismas probabilidades que los hombres de ser infieles. Las motivaciones ciertamente son variadas y lo que es una realidad es que, quizá por el peso histórico del juicio al respecto, somos mucho más discretas y difíciles de sorprender. Hoy por hoy, la sugerencia para minimizar la probabilidad de una infidelidad en la mujer es que el hombre le haga sentir (remarco: sentir) que ella es lo más importante para él, y esto es algo que representa un verdadero desafío en la naturaleza masculina.